29 de agosto de 2010

Crítica sobre la contemporaneidad

Cuando aquel anciano caminaba por esa calle fría y desolada, se encontró, de frente, con este gran mural, esta pared enorme, atestada de colores y de formas, que habían sido llenadas por el pulso de una multitud de jóvenes que quisieron dibujar sus historias.

El mural quería ser bello, buscaba ser agradable para la vista de los mortales, porque ya en ésta época, no importaba lo que pensaran los dioses. Sin embargo, aquel graffiti, a pesar de su gran tamaño, y de la diferencia entre sus caligrafías, lucía homogéneo. Reflejaba la tristeza que vivía aquella sociedad en ese lugar de la historia.

Representaba ese deseo de juventud eterna que traía de la mano el dolor de los años que nunca vuelven atrás y la frustración del deterioro de ese cuerpo que solo trata de funcionar en paz. Se veían esos cuerpos deseosos de ser reconocidos por otros, antes que por ellos mismos. Los hombres habían encontrado la manera de modificarlos para ocultar sus imperfecciones, pero cada cortada que los cirujanos marcaban para siempre sólo servía para recordarles qué tan imperfectos eran, y qué tan lejos estaban de lograr esa belleza efímera que sólo existe en los cuentos de hadas.

Las mujeres abandonaron su sonrisa, que provenía del alma y atravesaba sus pupilas. Eso sí que las hacía diosas del mundo. Ya nada salía a través de sus miradas. Pusieron tanto esmero en su cuerpo, que olvidaron su esencia misma, en la que su ternura y su vientre, representan la vida y la creación.

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